La Resistencia de la palabra
1
Es el Tedio. Así llamó un parisino de 36 años al mayor mal
moderno hace más de siglo y medio. Su observación abarcaba un ámbito
específico: la ciudad.
El París de mediados del XIX era un germen de urbe en desarrollo
hiperbólico, desde entonces visto como la Meca de los intelectuales del mundo. Sin
ser todavía una fiesta, la capital de Francia llegó a convertirse en el sueño
de escritores como Rubén Darío, futuro cabecilla del movimiento de renovación
hispanoamericano conocido como Modernismo que para fines de esa centuria había
prácticamente reinventado un idioma.
Modernidad. La era a la que ese parisino —llamado Charles
Baudelaire— dio un nombre y un retrato esquizoide reclamaba con fuerza una
configuración propia y personajes cada vez más delirantes. La pequeña
burguesía, que durante el Segundo Imperio bonaparteano acumulaba fuerzas y ya
en la Tercera República se asentó definitivamente en el poder, llevó sus ansias
de elegancia hueca hasta las calles: nace aquí de cierto modo el concepto de
espacio público, aunque con fines comerciales.
Desde antes, entre los años veinte y cincuenta del siglo,
París se transforma de una aldea lujosa a una ciudad con rostro protomoderno.
Se construyen calles, pasajes (o galerías, que parirían luego lo que hoy
conocemos como centros comerciales) y bulevares. La vida cotidiana se acelera:
surgirá pronto la locomotora como medio de transporte de pasajeros y el
automóvil se anunciará en modelos prototípicos de vehículos autopropulsados por
vapor cada vez más veloces. La Revolución Industrial demanda a voz en cuello
mano de obra en las ciudades. Suenan los silbatos. Escupen las chimeneas
grandes bocanadas de progreso. Se sustituye el arado por el yunque.
En medio de esta marabunta, aquel poeta francés dará
nombre a la más grave enfermedad moderna. Las personas desde entonces
experimentan una desaprensión por la vida; es el pesar enorme, el extremo
aburrimiento, el desagrado que causa dedicarse a algo que verdaderamente no nos
interesa. Es el Tedio, hipócrita lector; mon
semblable, mon frère.
2
Lo que sucede es que nos han saqueado la experiencia,
arguye Javier González Blandino, narrador nicaragüense nacido en 1984, filólogo
y profesor de literatura. Durante una tarde naturalmente calurosa de Managua en
2013, sentado frente a un modesto auditorio universitario con motivo de la
presentación de Volumen, libro de
Luis Topogenario, otro nicaragüense coetáneo —que ha vivido más de una década
en Montevideo, Uruguay—, González Blandino señala esa expropiación como la
causa de que las personas hoy en día vivamos vidas incompletas.
El ser humano que anunciaba Baudelaire y que
magníficamente acotaría luego Kafka, un ente despersonalizado, enajenado, con
una existencia automática y programable, es personaje cotidiano de los textos
de Topogenario; pero también de Montevideo y de Managua.
Managua, que muchas veces —quizá demasiadas— he escuchado
ser calificada como un remedo de ciudad, un enredo, total desorden, un pueblón
con rotondas; es la casa inhóspita de casi dos millones de personas que cada
día deambulan deprisa por calles incoherentes, casi siempre retrasadas para
llegar a un destino que por la noche ha perdido todo sentido. Personas, los
capitalinos de Nicaragua, que se han dejado saquear la experiencia. Que nos
hemos dejado saquear la experiencia. La experiencia de vivir.
Antes de quedar desempleado, hace más de dos años, mis
días transcurrían de manera más o menos idéntica: de la casa a la universidad,
de ahí a la escuela de idiomas, luego a la oficina y de regreso a casa; con una
ligera variación en el orden de las actividades; más una serie desordenada de
relaciones interpersonales que acabó en un colapso nervioso cuya secuela más
importante, después del paro y el consecuente deterioro económico, ha sido un
cambio en mi visión de la realidad.
Si bien nunca me consideré un autómata, debo admitir que
mi existencia se encontraba huérfana de contenido. Mi acercamiento a la poesía,
que data de mis primeros años de universidad, allá por 2004, me entregó cierta
consciencia que me hacía percibirme como una persona en búsqueda. Nunca supe
bien en busca de qué, pero sí, como Oliveira, sabía que mi signo era buscar
[aunque en mi primer «Autorretrato» haya hablado mal de mí mismo y
dijera que mi verdadero signo era «saltar del tren en marcha»].
Una de mis búsquedas era abandonar «la guillotina de la
agenda cotidiana», según leo en la página 71 de mi Antropologíadel poema que publicó Leteo ediciones en
2012. Y también, ahí mismo, confieso que necesito «abandonar el papel y usar la
voz directa».
Por eso ahora, mientras camino con Enrique Delgadillo
Lacayo, Mario Martz y Flor Velásquez por las calles de la Colonia Centroamérica
—que tanto tuvieron que ver con que yo ahora vea más contemplativamente el
mundo—, en busca de personas a quienes leer poesía (propia y ajena: nuestra
toda, porque la poesía no tiene dueños), pienso si estas acciones aparentemente
ínfimas no serán en realidad la única vacuna contra esa enfermedad que anunció
mi tocayo en sus Flores del mal. Y si
no habré finalmente abandonado el papel para empezar a usar la voz directa.
3
Cuando el bajo y pesado cielo,
como una tapadera, aplasta
al gemebundo espíritu que en
tedios prolongados se consume;
y, abrazando el círculo total del
horizonte,
nos vierte un día negro más
triste que las noches;
cuando la tierra se torna húmedo
calabozo,
donde un murciélago, que es la
Esperanza,
con sus tímidas alas golpeando
los muros, huye,
pegando a la vez su cabeza contra
el techo podrido;
cuando la lluvia, extendidas sus
corrientes innúmeras,
imita los barrotes de una prisión
enorme,
y un callado pueblo de arañas
despreciables
sus redes a tender viene en
nuestros cerebros,
de súbito campanas enfurecidas
saltan
y hacia el cielo lanzan un
aullido horrible,
igual que apátridas espíritus
errantes
que con obstinación arrojan sus
quejidos.
—Y fúnebres carrozas, sin
tambores, sin música,
avanzan lentamente sobre mi alma;
vencida
solloza la Esperanza y despótica
la Angustia atroz,
sobre mi cráneo reverente, planta
su bandera negra.
Charles Baudelaire
4
Había una vez un gobernante que desconcertó y admiró a su
pueblo con sus acciones. Remplazó a la policía de tránsito por mimos que se
burlaban de los infractores y educaban a los usuarios de la vía. Emprendió una
campaña de vacunación contra la violencia, consistente en la aplicación de
métodos simbólicos de desahogo para disminuir esos números rojos. Desarmó a
toda la población. Además de entrar a un circo montado en el lomo de un
elefante para casarse con su novia en una jaula frente a tigres amaestrados y
mandar a dormirse temprano a los fiesteros, obligando a los negocios de
entretenimiento nocturno a cerrar a la una de la mañana. Todo un experimento
social a gran escala.
Este hombre, que no es el Sancho de Barataria, sino el
Antanas de Bogotá, plantó una semilla. La de ciudadanía activa.
Según David Serna, un veinteañero bogotano activista de la
bicicleta, las iniciativas de Antanas Mockus como alcalde de la capital
colombiana en los noventa e inicios de los dos mil propiciaron que un proyecto
como 100en1día se convirtiera en un verdadero movimiento.
Serna es uno de los diez colombianos que, junto a
estudiantes de la escuela danesa Kaos Pilots que realizaban en Colombia sus
tres meses de formación en el exterior, emprendieron la idea de estimular a los
ciudadanos a realizar cien acciones (o interacciones) en Bogotá durante un día
para, de manera creativa, canalizar sus deseos de cómo quisieran que fuese su
ciudad. El sábado 26 de mayo de 2012, luego de todo un proceso de catálisis,
finalmente 250 interacciones fueron realizadas por unas tres mil personas que
se desbordaron por las calles de la capital sudamericana.
La iniciativa, que busca establecerse como una actividad
anual, ha sido replicada en más de una docena de ciudades de tres continentes,
desde Chile hasta Canadá, desde Rusia hasta Sudáfrica, desde Dinamarca hasta
Nicaragua.
5
Aquí estoy, entonces, una mañana más o menos nublada de
Managua, caminando en trajes intencionadamente seudoelegantes —parodia de los
que usan algunos misioneros religiosos—, junto con mis amigos Mario, Enrique y
Flor, cargando un bolso atestado de libros de poesía; la guitarra, Enrique;
Mario, más libros y una sombrilla; su cámara, Flor. Nos topamos en el mercadito
que se pone frente el colegio Salvador Mendieta con dos oficiales de la Policía
Nacional, hombre y mujer, que se detienen en una moto a comprar tortillas. «Uno
de Neruda», nos pide el agente luego de ofrecerles una lectura. Todos escuchan
atentos, los policías, las palmeadoras de tortilla (a quienes acabamos de leer
«uno de amor»), las marchantas de las verduras.
Este miércoles 7 de agosto, contagiados por el entusiasmo
de las
organizadoras de 100en1díaManagua, decidimos
salir, Los Amigos de Monet, como nos hemos hecho llamar, en referencia a la
gata que vive en la oficina con Mario y Enrique, a leer poesía de puerta en
puerta y de calle en calle. Flor Velásquez nos acompaña con su cámara, para
documentar la interacción. Nuestro objetivo es sencillo: obsequiar un momento
inesperado a las personas que encontremos en el recorrido y tocar su
sensibilidad. Rehumanizar, diría alguien poco más presuntuoso que yo.
Aquello sobre el saqueo de la experiencia resuena en mi
cabeza. Tengo la intuición de que vivimos en la era del secuestro. A muchos
niveles. Y caminar con estos locos para recitar poemas a hombres, mujeres y
niños me hace sentir en resistencia. Tiramos como Nemo hacia abajo para no ser
extraídos sin permiso del océano que es nuestra consciencia. Hemos compartido
poesía y canciones improvisadas con un vendedor de hot-dogs; una vendedora ambulante de vigorón; un grupo de
encantadores niños de un preescolar (reventaban de risa a cada gesto exagerado
que les hacía); un albañil; una muchacha de servicio doméstico (su «patrona»,
impaciente, le dijo que nos agradeciera en cuanto acabamos, para que nos
fuéramos); un ama de casa (ella no podía ocultar su rostro de sorpresa); una
muchacha que, sonriente, limpiaba la acera frente a su negocio (cuando ya nos
habíamos ido nos llamó para darnos un billete de veinte córdobas)…
Neruda, Martínez Rivas, Pasos, Delgadillo Lacayo, Martz,
M-Castro, Huidobro, Pessoa… Y siempre, al final: «¡Quiéreme! Solo basta una
sonrisa, para hacerte tres regalos…». Ha sido, qué duda cabe, una jornada
hermosa. Ante el Tedio, Charles; ante los Saqueadores de la Experiencia,
Javier; ante nuestros Secuestradores —que somos a veces nosotros mismos—,
resistimos.
[Originalmente
publicado el 16 de octubre de 2013 en NotiCultura.com, medio ahora desaparecido]
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