Leer es subvertir la realidad: brevísimas memorias de un (pésimo) lector
La familia
El hombre se acerca a la
banca una mañana soleada y, naturalmente [ciudad tropical minada por lagunas volcánicas
y a muy baja altura], calurosa. Muy calurosa. Su vestimenta, sin embargo, es
impoluta y pesada; lleva botas, varias capas de ropa se adivinan bajo su guerrera,
usa quepis: es un militar. Se sienta y despliega frente a su rostro un ejemplar
de diario, circunspecto, una pierna sobre la otra en cartabón. A pocos metros,
una mujer que vende frutas lo observa; interrumpe el pregón con que intenta
atraer clientes:
—Está al revés —interpela al hombre. El diálogo habría ocurrido
en Managua algún día previo al 19 de julio de 1979, cuando los dirigentes de la
insurrección que se levantaría en contra del Gobierno entraban triunfantes a la
capital del país controlado hasta entonces, y desde cuatro décadas antes, por una
familia sin apenas oposición formal; al fundador de la dinastía, jefe del
ejército nicaragüense organizado por los Estados Unidos, que a principios del
siglo XX intervenían Nicaragua con
sus tropas de ocupación por las razones de siempre, le habían sucedido en fila
sus dos hijos varones y ya el nieto esperaba turno—. Oficial, tiene el
periódico de cabeza —insiste ella, levantando las cejas como señalando el yerro.
Sin volverla a ver, pasando bruscamente de página, el
militar responde altisonante:
—¡La Guardia lee como le da la gana!
Y permuta las piernas, cambiando sus roles.
La anécdota me la contaba mi mama, variando este o aquel detalle, cuando era niño. En casa, donde
vivíamos ella, mi hermana y yo, había muchos libros que nadie leía. Los tomos
se abultaban, se diría que ocultos, en altas repisas al fondo de los armarios
de las habitaciones; era, en su práctica totalidad, literatura socialista que había sobrevivido al fin
de la revolución de los ochenta. Lenin, Marx, Engels, Fonseca Amador, Los hombres de Pánfilov, poemas de
Leonel Rugama y de Gioconda Belli. Mi madre guardaba incluso un busto en bronce
del líder bolchevique, hasta que un día noventero, impreciso en mi memoria
infantil, echó todo en sacos y cerró, me parece, un capítulo importante en su
vida sandinista tirándolos a la basura.
Nunca he podido, o querido, corroborar la veracidad de
aquel relato; para la fecha en que se instauraba la revolución nicaragüense, mi
madre vivía su adolescencia, con diecisiete años no cumplidos todavía, y haber
presenciado entonces la escena que me traduciría luego en forma de chiste o meme se vuelve posible, pero poco
probable. Durante mi época de shorts
y rodillas cholladas, en el entorno familiar y vecinal se distinguía claramente
una niebla de nostalgia y romanticismo posrevolucionarios, los relatos épicos podían
casi paladearse en el aire, y hablar mal del antiguo régimen derrocado por los
muchachos mechudos y las muchachas desgarbadas era allí moneda corriente. El
retrato de un guardia ignorante y prepotente era compatible con esa atmósfera.
Aquella purga editorial
materna, que debió de ocurrir antes de mi undécimo cumpleaños, cuando ya iba a
estar en casa mi último hermano recién nacido, deshizo casi por completo lo
que, a falta de mejor nombre, llamaré aquí la biblioteca familiar. Fungiendo
como asistente autoconvocado, pude ver varios títulos antes de su desahucio, y
para mí era una maravilla saber que ese tesoro se ocultara tan a la vista y
tanto tiempo sin que yo lo notase nunca. Un pequeño lote, cinco, seis títulos,
fue rescatado por ese niño curioso que pretendía ayudar a la mujer desencantada
de por entonces treinta y pocos años que lo había traído a un mundo
completamente incomprensible.
Insuficiente para iniciar mi propia colección o —indescifrables
como me resultaban— infectarme de ansias lectoras, entre esos tomos uno se
convertiría, sin embargo, en gran amigo mío mientras mi madre estaba fuera de
casa largas jornadas por trabajo y mi hermana, que era mayor que yo, ejercitaba
ya una vida social cuyo funcionamiento tardé yo todavía mucho en comprender. El
libro, un tomo perdido de la Nueva
Enciclopedia Temática, era una colección de lecturas varias (empezaba con
una breve historia de la lengua, avanzaba con una colección de fábulas y otro
tipo de literatura) a la que seguía gran cantidad de pasatiempos (para días
lluviosos y soleados, para cuando estás solo o acompañado) entre los que
recuerdo unas lecciones introductorias de ajedrez, nociones de criptografía,
modelado de casas de cartón a escala, fabricación de muñecos de papel en
cadeneta, acertijos...
Hasta la pubescencia, mi actividad lectora quedó, pues, acotada
entre las páginas de un título que, ahora veo, representa al borde de la
obviedad dos necesidades insatisfechas que arrastré, como el Linus de Schulz su
sábana, toda la infancia: «Lecturas / Pasatiempos». Lecturas y pasatiempos insuficientes
que me alejaron, en solidaridad con una escuela de magisterio precario, de cualquier
noción de amor a los libros y terminaron por hacerme creer que mi camino iba a
pavimentarse con números antes que letras.
Los modelos de gente grande más inmediatos que recuerdo de por entonces, además de mi mama, quien
tras separarse de mi papa en algún momento que jamás recordaré siguió siempre
soltera pese a intentar reescribir un par de veces su hoja de vida amorosa, se
desdibujan entre algunos primos y primas que pasaron temporadas con nosotros mientras
se ubicaban [venían de fuera] en la capital para cursar estudios, figuras que
alternan con sombras de amigas, amigos, compañeros de trabajo o de partido de
mi madre que iban y venían. Ninguno de ellos, rostros y nombres ahora sin peso
ni trazo en mi memoria, inspiró en aquel niño callado que fui el deseo de tomar
un libro para surfear sobre el océano que, como le pasa a mucha gente del
interior de países grandes con el [verdadero] mar, desconocía completamente y
cuyos contornos y densidades era incapaz siquiera de sospechar. Océano de letras
al que me arrojo sin apenas pericia natatoria para, torpemente, bucear en busca
de algo que —intuyo— me ayudará a comprender al fin cómo funciona la
superficie.
La propiedad privada
El primer libro robado no se olvida. Yo tenía quince años, cursaba el cuarto ciclo de secundaria
[penúltimo en Nicaragua antes de poder ir a la universidad] y acababa de comenzar
a leer. Una maestra llamada Corfilia me había, no recuerdo cómo, inyectado recientemente
un interés para mí inédito en su materia, Español [ahora creo que le llaman
Lengua y Literatura], lo que me habilitaba para ingresar a un ambiente de
¿sana? competencia entre mis condiscípulos, del tipo «leo más libros que vos,
yo estoy in y vos, en nada», «el mío
es más grande, más grueso... más profundo», etcétera; esas anomalías de los
círculos sociales en que se mueve un adolescente enclenque caribarroso, donde
se apuesta todo al sex appeal de las
neuronas.
Estaba, entonces, una mañana en la
biblioteca de la escuela con una compañera; buscábamos —supongo— un título que nos
diera nombre de lectores consagrados, cuando el dibujo de un macho cabrío con
cuernos sobresalientes en una carátula se me hizo llamativo. Era, es evidente ahora,
un ejemplar de la colección Austral, concretamente [pizcas de mi memoria en salsa Web] la Introducción a
la metafísica del padre jesuita Francisco Suárez, primera de sus Disputationes
metaphysicae de fines del XVI [Google puro y duro]. Segundo libro de
filosofía que caía en mis manos, tras uno sobre materialismo de Georges Politzer
salvado en aquel episodio bibliófobo un lustro antes, terminó como depósito en
el estante de esa misma amiga a cambio de ya no recuerdo qué; ni al escolástico
ni al marxista llegué a leerlos jamás por aquellos años.
He conocido a Borges reencarnado en varios de mis contemporáneos. Sin importarles la susceptibilidad de
la Sra. Kodama, se comparan con él como lectores cada vez que hay oportunidad,
y parecen ansiosos de expresar su orgullo por todo lo leído: al conversar con
ellos o al leerlos, es siempre un ejercicio mental agotador sacar en limpio,
bajo tantas capas bibliográficas, qué ideas son finalmente suyas, dónde se puede
trazar su propia vida. Yo soy, en cambio, un pésimo lector, apenas consigo
terminar los libros, los dejo casi siempre a la mitad si tengo suerte,
frecuentemente salto de uno a otro sin que gobierne alguna lógica que entienda,
a veces llego incluso a practicar la bibliomancia por solo el gusto de ver si
encuentro alguna línea que revele significados trascendentes, no dejo nunca de
leer las mismas quince o veinte páginas que me dejaron frío y cerca del retorno
a nuestra condición de polvo cósmico la primera vez que me topé con ellas.
Comencé a sentirme lector después del tercer
título que completé sin ser forzado [en realidad siempre esquivé la consabida
«lectura obligatoria»]. Ante los rumores entre mis compañeros de escuela sobre
un libro con el que pocos podían, decidí tomar prestado un ejemplar que casualmente
tenía mi hermana —sin, por supuesto, pedirlo— y me enganchó en tal grado que,
además de no soltarlo ni mientras caminaba con mis amigos del barrio, copié al
final a mano varias de sus primeras páginas. Muchos años después, frente al
monitor de su laptop vieja, el señor
Carlos M-Castro había de recordar la tarde remota en que su asombro lo llevó a
sospechar cuánto pueden decir menos de treinta letras.
Había libros afines a mi temperamento, eso y que la ficción me interesaba más de lo que había supuesto hasta
entonces me enseñó el Gabo ahí. Ese descubrimiento, como una pubertad
intelectual, me llevó pronto —junto con un mayor interés por mis compañeras,
hay que decir— a emborronar primeras líneas, de forma que, al superar el
bachillerato, aunque mi decisión fuese estudiar ingeniería, había ya adquirido cierto
hábito literario. Junto con la universidad vino una pequeña beca y así mudé
costumbres: de tomar prestado pasé a pagar [cláusula válida igual para libros
que para cerveza]. Carente de guía, acabé con tomos de Blake y Baudelaire por
referencias escuchadas en piezas de heavy
metal o rock alternativo...
La universidad que intentaba formarme para
servir a la industria, institución por cuya gratuidad luchó en las calles toda la
generación anterior a la mía, tenía en su plantilla como profesor asociado a
uno de los mejores poetas vivos de Nicaragua, quien desde comienzos de siglo
venía ofreciendo, como parte del programa de extensión cultural, un taller de
creación literaria que disipó no pocas falsas vocaciones, pero que al mismo
tiempo dio consistencia, impulso y estructura a los inicios en las letras de
varios de los actuales escritores y poetas [frangentes, pungentes,
abstergentes, astringentes... ¿detergentes?] emergentes nicaragüenses. Mucho
debo a Iván Uriarte las pistas necesarias para orientar mi búsqueda lectora
trasladada luego, tras filas que duraban más de cinco horas en la facultad los
días de pago, a alguna librería previa parada obligatoria con los amigos del
taller en torno a alguna mesa que lubricaba nuestras pláticas.
Los ejemplares no devueltos [uno o dos: regresé casi
todos], junto con uno de los libros de la colección materna que todavía hoy
—doce mil kilómetros, un océano y varios mares de por medio después— conservo,
nuclearon una biblioteca personal cuya catalogación he intentado [en vano] más
de una vez y que ha visto disminuir la cantidad de piezas [el karma existe] en
proporción inversa, quiero creer, a la calidad de su colección. Ella, junto con
esta máquina en la que ahora tecleo, más lo que he podido aprender y comprender
el tiempo que llevo compartiendo mundo con quienes leen —y no— esto, constituye
mi capital total. Mi capital y sus alrededores. Nada me faltará.
El Estado
Jerry tenía doce y no sabía leer, era hijo de una amiga de mi mama con el que jugué una vez en casa. Yo
también tenía doce, u once, y aunque prácticamente no leía, sabía cómo hacerlo [aquí hay trampa: en realidad, es hoy y dudo si he
finalmente aprendido a {de verdad} leer];
el chico, en cambio, tenía apenas vagas nociones, enlazaba sonidos
consonánticos a vibraciones vocales, pero pasar de sílaba a palabra y de allí a
descifrar una frase o más representaba para él, ignoro si por falta de
escolarización o por adolecer de algún desorden de aprendizaje [víctima, en
todo caso, de un sistema cruel y excluyente], un penoso esfuerzo que impresionó
mi espíritu infantil escasamente expuesto hasta ese día a nuestra realidad
social.
Sin acudir a datos estadísticos o
elaboraciones teóricas, es fácil imaginar cómo habrá sido la vida de aquel niño
cuando llegó a tocarle buscar su propio espacio en un medio gobernado por la
letra. Para vengarse del presidente Ortega, entre mis compatriotas es —o era
hasta hace poco— común oír que se refieran a él como El Bachi, destacando así
su grado académico; esto, entre otras cosas, demuestra, me parece, la
importancia que en el imaginario colectivo tiene la educación formal. Y esta
importancia debe de estar justificada, supongo, más que por el propio título
[se sabe de mandatarios y otras personalidades que han comprado el suyo], por
los poderes atribuidos al conocimiento que supone. En la ecuación social
dominador-dominado, Jerry estaba, pues, al menos hasta ese día en que también
lo vi escribir —con resultados igualmente lamentables—, mucho más de este que
de aquel lado, sin importar lo que pueda falazmente alegarse en favor del éxito
de gente como Daniel Ortega: él sí sabía leer cuando por el fusil cambió la
pluma, él incluso escribía [poemas, dicen] cuando, tras ser preso político
durante varios años, tomó un puesto destacado en la dirigencia de los
insurrectos antisomocistas. Él tiene, además, dirían quizás otros sin que les
falte malicia, a una intelectual como Rosario Murillo a su lado. Con sangre
entra la letra.
Leer es subvertir la realidad, es disentir de su naturaleza desarreglada y dispersa, echar cercos
conceptuales a lo que es monte, abismo, roca. Mi madre se cansó por un momento
de ir contra el orden establecido y dijo adiós a su literatura, dejó llevarse
por la corriente de su tiempo. Los chicos inadaptados de mi secundaria
pretendimos, leyendo, crear un espacio social inexistente antes para nosotros.
El guardia de la anécdota, perplejo ante un mundo que se le echaba de cabeza,
trataba de dar vuelta a los hechos leyendo al revés el diario.
La lectura es un acto subversivo. Por eso,
en el —por desgracia— aún no tan lejano 1942, en la Francia ocupada, el
profesor Politzer [el del manual de mi infancia], pensador comunista de origen
húngaro, clandestino en la resistencia desde principios de la década, fue
torturado y asesinado en paredón por el régimen nazi; dedicado a enseñar
principios de marxismo a los obreros en París antes de la llegada de los
invasores, su participación en dos revistas antifascistas desde la
clandestinidad les valió la suerte dicha a él y la deportación a su esposa, Marie Larcade, muerta diez meses después por tifus en Auschwitz. Ella tenía 37
años y él, 39.
El poder lee como le da la gana.
Septiembre, 2017
[Publicado el 23 de octubre de 2017 en la ahora extinta revista mexicana Cuadrivio]
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