La Resistencia de la palabra
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Es el Tedio. Así llamó un parisino de 36 años al mayor mal
moderno hace más de siglo y medio. Su observación abarcaba un ámbito
específico: la ciudad.
El París de mediados del XIX era un germen de urbe en desarrollo
hiperbólico, desde entonces visto como la Meca de los intelectuales del mundo. Sin
ser todavía una fiesta, la capital de Francia llegó a convertirse en el sueño
de escritores como Rubén Darío, futuro cabecilla del movimiento de renovación
hispanoamericano conocido como Modernismo que para fines de esa centuria había
prácticamente reinventado un idioma.
Modernidad. La era a la que ese parisino —llamado Charles
Baudelaire— dio un nombre y un retrato esquizoide reclamaba con fuerza una
configuración propia y personajes cada vez más delirantes. La pequeña
burguesía, que durante el Segundo Imperio bonaparteano acumulaba fuerzas y ya
en la Tercera República se asentó definitivamente en el poder, llevó sus ansias
de elegancia hueca hasta las calles: nace aquí de cierto modo el concepto de
espacio público, aunque con fines comerciales.
Desde antes, entre los años veinte y cincuenta del siglo,
París se transforma de una aldea lujosa a una ciudad con rostro protomoderno.
Se construyen calles, pasajes (o galerías, que parirían luego lo que hoy
conocemos como centros comerciales) y bulevares. La vida cotidiana se acelera:
surgirá pronto la locomotora como medio de transporte de pasajeros y el
automóvil se anunciará en modelos prototípicos de vehículos autopropulsados por
vapor cada vez más veloces. La Revolución Industrial demanda a voz en cuello
mano de obra en las ciudades. Suenan los silbatos. Escupen las chimeneas
grandes bocanadas de progreso. Se sustituye el arado por el yunque.